De rumbos y estrellas

La Osa Mayor, o el Carro

Un cálido viento al través de intensidad perfecta y una ola de mar de fondo empujando con suavidad, lanza al Hydra a más de siete nudos en la buena dirección. GPS y piloto automático fallan por culpa de una batería mal conectada, así que toca llevar la rueda del timón a mano. Atrás quedan las emociones de una primera regata Menorca-Sant Joan, con su travesía de ida y su regata en el interior de la bahía de Maò, una de las más bonitas en las que he participado. La acogida del club local, las risas con los compañeros de anteriores travesías, los encuentros con nuevos y la luz, tan especial, que siempre tienen las islas.

Oscilando entre el mastil y la tercera cruceta, una estrella distante más de 100 años luz nos indica el rumbo para traer de regreso al velero con su tripulación. Ubicada en el extremo de la cola de la Osa Mayor, hoy he sentido la necesidad de localizar su nombre. Se trata de Alkaid (o Benetnasch, o η Ursae Majoris, que en esto de las nomenclaturas de estrellas todos parecen querer tener la última palabra).

Me hizo pensar en las generaciones de navegantes que habrán encontrado su camino gracias a ellas, y en como conscientes de su importancia, creaban historias y mitos que sirviesen para trasladar su conocimiento a las siguientes. En como pueblos de distintas épocas fueron ampliando el mundo que les rodeaba gracias a ellas. Para algunos, la Osa Mayor era un carro, una caravana, un cortejo fúnebre o un cucharón, pero para todos (incluso para Ulises) era una señal clara que les permitía aventurarse a lo desconocido sabiendo que en algún momento podrían navegar de vuelta a casa.

La popa arrastraba a su paso una estela de fosforescencia, medusas y plancton que, excitados por la turbulencia de la quilla, dibujaban una guirnalda que se prolongaba algunos metros hasta desvanecerse en la oscuridad de la noche. Por la proa, a muchas millas de distancia, relámpagos de alguna tormenta lejana se reflejaban en la humedad de la atmósfera y, como acompañando el festival, algunas estrellas fugaces trazaban diagonales sobre un cielo tachonado de estrellas. Tan rápidas, y tan inesperadas que dejaban a su paso la duda de si realmente las habías visto o si era tu propia mente quien te gastaba bromas.  Todo el universo parecía conjurarse para celebrar con fuego el solsticio, en una de las noches de San Juan más intensas de los últimos años, en la que también celebro haber sumado más de 10.000 millas navegadas.

Poco antes del amanecer, una luna menguante, asomando baja en el horizonte, rompió con su sonrisa torcida ese equilibrio de luces y oscuridad, como anunciando la inminente salida de un sol que acabaría con él definitivamente. Pero para cuando llegó ese momento ya me encontraba abajo en el camarote, con los ojos bien cerrados para no dejar escapar toda esa magia.